Recordar lo ocurrido el 6 y 7 de noviembre de 1985 no es solamente mirar al pasado, sino enfrentarse a uno de los momentos más dolorosos y simbólicos de nuestra historia. Aquellos días dejaron la sensación de que el país traicionaba su aspiración de ser una nación guiada por leyes, instituciones y respeto a la
Recordar lo ocurrido el 6 y 7 de noviembre de 1985 no es solamente mirar al pasado, sino enfrentarse a uno de los momentos más dolorosos y simbólicos de nuestra historia. Aquellos días dejaron la sensación de que el país traicionaba su aspiración de ser una nación guiada por leyes, instituciones y respeto a la vida.
¿Cómo describir lo que se siente cuando el templo de la justicia arde, cuando un grupo armado irrumpe con violencia y el Estado responde con fuego en medio de rehenes? Fue como ver desmoronarse la confianza colectiva. En plena década de los ochenta —una de las más cruentas que ha vivido Colombia— el Palacio de Justicia en ruinas se convirtió en una imagen de horror que aún hoy nos perfora la memoria.
Narrar esa tragedia va mucho más allá de unas cuantas líneas o publicaciones. Durante cuarenta años, el país ha intentado comprender lo que pasó desde múltiples voces: las víctimas que han exigido verdad, los magistrados desaparecidos o asesinados, los organismos internacionales que observaron la impunidad, y los artistas, cineastas y dramaturgos que han tratado de darle forma al dolor. Obras como La Siempreviva o películas recientes como Noviembre evidencian que aún cargamos preguntas sin respuesta y heridas que no terminan de cerrar. Incluso la Comisión de la Verdad encontró enormes obstáculos para reconstruir con certeza lo sucedido entre el humo, las balas y el silencio.
No obstante, algunos hechos son claros. La toma del Palacio por parte del M-19 no fue un acto de valentía ni de estrategia brillante. Fue una acción violenta que inició con disparos, que arrebató vidas y buscó presionar a la Corte Suprema para juzgar al presidente de la República. Esa irrupción no solo dejó once magistrados muertos y expedientes destruidos, sino también un golpe brutal a la institucionalidad. El silencio del entonces presidente Belisario Betancur sigue siendo motivo de controversia.
El Estado, por su parte, tampoco actuó con honor. En nombre de “defender la democracia”, el Ejército emprendió una retoma marcada por el uso excesivo de la fuerza, la falta de diálogo y acciones que derivaron en desapariciones, torturas y violaciones a los derechos humanos. Cuatro décadas después, las responsabilidades siguen difusas y las condenas han sido escasas.
Y aun así, Colombia no se quedó atrapada en aquella tragedia. De ese dolor surgieron procesos transformadores: la Constitución de 1991, los esfuerzos por alcanzar la paz, la exigencia de verdad y justicia, y una sociedad civil que se niega a aceptar la violencia como destino. La gran lección que nos deja el Palacio de Justicia es clara: nunca más queremos que el fuego, la guerra y la indiferencia decidan sobre la vida y la justicia.












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